jueves, 2 de diciembre de 2010

Declive esperanza

Que mis manos se traguen el silencio del rostro, replicándole los cielos despejados de las noches últimas.  Sin estas almas sobre los cuerpos no he de medir figuras que me entretengan la vista. Hoy podría dejar de caminar pausado para saltar piedra por piedra y saber flotar con encanto.
Las cosas que se esconden no me las describe ninguna lengua. Hay que utilizar las uñas que se quiebran tras alzar las rocas. Entretejo luego el hilo blanco a la par de las pisadas, llevado siempre entre los puños, rebanándome los dedos. Estos caminos arduos e impensables e invisibles con las manos ocupadas no se sienten como tal más que en el pecho. Que el vibrar del corazón me despierte de vez en cuando al momento en el que el alma vuelta ceniza se me apresure del cuerpo enganchado del último terrón del que me desprendo.
La locura misma hace arrancarse los cabellos más hermosos, refugiarse del recuerdo más meritorio y quedarse sólo, en su momento, con lo pasajero. Después se aprende a olvidar, después a revivir. Podría tocar las mismas cuerdas cada día, entregarle mis manos a la tabla de mi estatura. Podía oler el mismo espacio por minutos dilatados más allá de todas las manos del mundo juntas.
Hoy buscaré la flor más extraña. La belleza, como lo opuesto a lo que soy, me absorbe. Belleza y espíritu hacen la guerra, explotan, se consumen, se diluyen y aparecen luego como el cuerpo de las cosas. Las cosas bellas en menor medida que resulta la máxima percibida por el ojo, mi ojo ante el cuerpo. Belleza y espíritu se conjugan de nuevo.
Queda el silencio del rostro tragado por mis manos reflejándole la noche reseca. La memoria no es hasta que se consuma el tiempo de los tiempos, mientras los vientos no destapen cráneos sepultados más que con recelo, con barro.
He de morir con los brazos extendidos sobre alguna sábana de rosas. Alguna parte de la frente dejará escapar la memoria que me guardé mientras vivía apenas con un hilo del alma enredada en el corazón. El aire podría contar de las cosas que ya no se encuentran dibujadas como almas en el cielo. La memoria como cuerpo de ave nocturna y sus plumas de pincel, que haga del cielo un aliento puro y blanco que entretenga la vista de quien se encuentra en el silencio perpetuo.

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