domingo, 10 de abril de 2011

Brillo al alma

Échale brillo al alma que no vivirá siempre en tu pecho.
Si mi abuela viviera, me presentaría a cada hombre de ojos rasgados que meditara siquiera una vez por semana o mínimo, fuera una especie de católico en fuga, en fuga de todos sus pecados para confesarse a diario como ella.
Hasta hace unos meses, por vez primera, me atrajo un hombre oriental, el más bello éstos por sus marcas rojizas en los párpados. Debo decir que es el chino de los ojos más grandes, el de piel menos amarilla, de cabello brillante detrás de las orejas y, hasta ahora, el único que me ha notado. Mi madre quiere que pida su teléfono o le pregunte a su jefe qué días va a trabajar. Mi abuela quizá intuiría que es buen budista, se acordaría de su padre y correría a preguntarle el apellido para ver si no es el mismo de su familia.
Si nuestras raíces no fueron conservadas desde el comienzo, no me veo obligada a coserme los pies a otro con el que quizá, según el antepasado, me vaya bien. Y porque hasta ahora me ha ido tan mal, mi abuela me grita desde alguna roca donde reposa el enardecido fracaso que salta de mis manos.
A mí no me importa casi nada de los hombres, sólo la mirada que debe ser siempre extraordinaria y el caminar que me diga del sentir de éste, porque a eso me enseñaron desde chica: a saborearle el alma al que se deja sentir después de voltear, siempre pausado, aunque venga desde lejos.
Y me he fascinado con los hombres más bestiales; con los de poca alma y mucho corazón; con los que todo se les va extinguiendo y se quedan encerrados con lo poco que les queda y que siempre resulta lo menos indicado para los otros; de los más divinos aferrados; de los de gran alma y corazón débil; de los que se descuidan a sí mismos para entregar las manos llenas de besos.
Yo he perdido el don de darle al mundo un cacho de palabras, porque nada vale para el que lo destroza todo. Quizá valga más regalar los ojos por la ventana de un carro mientras el aire los seca, o intentar rechinar las suelas en cada mancha de chicle viejo mientras parece que los ancianos dormidos me halan la ropa y se carcome mi sombra pausada y el alma me viaja de los pies a la cabeza.
Yo he intentado darle al mundo un cacho de esencia y a una boca el alma entera. Quizá ella ahora llora sobre una roca sosteniendo en sus manos temblorosas el futuro de mi vida. Desgarrada porque el alma debe ser siempre mía y si no mía, debe ser de ella. Porque acá se trata de conservar, trabajar y limpiar el alma para que el otro le aprecie y se disponga a amarle, pero ¿qué hacerle cuando a ésta se le ha enseñado la obediencia del latido, regalarse a un corazón ajeno, único refugio al que se entrega al escaparse de mi cuerpo?