viernes, 18 de febrero de 2011

Ventana

Afuera llueve. Frente al fuego avainillado, colocándote los zapatos, tú.
Hicimos la tormenta, llamamos a los dioses más antiguos entre besos caníbales y tactos salados. Bajaste del cielo, del menguante de la luna recostado en ella, en su sonrisa de gato dormido, esa misma que hoy dibujas mientras el corazón se me escapa.
Dices el adiós. Nuestros cuerpos abrazados, vistos desde fuera en la ventana, sombras que se marcan en el suelo. Como la higuera.
Una melodía sin alas de gaviota; el café evaporado ya en los vientres.
Vuelven lluvias sin besos ni tu cuello.
Ello se me arrebata con la noche y el respiro último de los dedos.
Te regalo mis pupilas ya deshechas y los días nublados.


sábado, 12 de febrero de 2011

De las cosas pendientes.

El día se sucede ataviado porque hasta los sueños pesan más que las horas de vigilia. El sueño sabe a desamparo y se sabe que hubo algo de un rostro que se escondió tras de la gente, como huyendo de los ojos. Porque cuando uno se despierta y sabe que se pierden de poco a poco algunas cosas, las horas pasan lentas como arrastrándose por la ventana.
Se sueña con cosas que se nos quedaron pendientes en el día y se saldan, a veces,  entre tres o siete horas de sueño, dependiendo el día de la semana. Se sueña con gente de hace tres años, por ejemplo, a la que aun se le quiere tocar con los dedos el cabello mientras se ve la televisión, y esos momentos quedan presentes en los sueños de cada noche, como una ventana adicional a la escena y, por la mañana, se cree que se les ha tocado de nuevo.
El día pasa lento, espeso y endurecido mientras la gente habla desenfrenada, pidiendo informaciones que aun no se aprenden; el teléfono suena, la gente pregunta y se ven a lo lejos piernas sin rostros corriendo con el aire. Con la vista perdida y el cuerpo entumido moviéndose como un recordatorio punzante, la mente está en el espacio del aire, allá donde se ven los árboles más lejanos; donde lo lejano hace pobres a los colores y en donde se siente que la vista le dice al cuerpo que es tiempo de volar. Y vuela tan alto en el mismo sitio sin sentírsele a las manos ni a los pies apoyados, ignorando las caras por detrás de la barra, sin leer los títulos que pasan por las manos, intuyendo nombres que combinan con fotografías tristes e infantiles.
Se pierde piel en parpadeos, y los sueños y las cosas pendientes van acabando y hunden en el camino del vuelo. Porque se pierden cosas y se olvidan otras en el sabor o el tacto. Porque ni siquiera se vive tangible el sueño, ni el recuerdo del sueño o el recuerdo de lo saldado con los ojos cerrados, con el corazón en otra parte que no sea en las manos o en el mismo pecho palpitando al momento de decir palabra, y eso mata.
Se sueña con una boca, la más reciente y la más honda; con una ráfaga de insultos de bala; con bosques transformados en escuelas y balnearios; museos con gente de ropas negras y holgadas; animales que hablan y lloran; uno frente a un espejo con voces de otra casa; escaleras, sombras, bares distorsionados, otra ciudad, detrás de la pared de Europa, puertas que se abren sin cerrar… y se vive el día con otra cara porque la sombra de los sueños se va pegando por debajo de los ojos, haciéndolos profundos, haciendo a la piel todavía más reseca. Y las cosas se pierden y se olvidan. Tras párpados rojos con estrellas que bailan, regresan; tras la luz del techo, regresan; y se pierden por el día.