lunes, 7 de noviembre de 2011

La mejor despedida.

La mejor despedida es aquella que se queda muda, perdida entre las calles abarrotadas buscando manos y caras que no pretende encontrarse. La mejor despedida es aquella que no aparece nunca pero que se sabe que ha sido; que ha sido ya desde antes y que ha dejado un hueco, un extrañamiento, un eco eterno que invade cuerpos y mentes desorbitadas.
Despedirse de la mejor manera no es enfrentarse a un par de ojos que morirían de tristeza cuando dejasen de ver, ni es tampoco verle bailar a una boca que tiembla por ganas de un último beso.
Uno debe despedirse súbitamente, ser como un evento imprevisto, extraordinario y callado; un evento donde no interviene el causante más que para matarle a los encuentros desde muy lejos. Desaparecer, extinguirse, creerse hasta pensarse muerto para los otros. No desear una voz al teléfono ni más líneas mal escritas leídas por computadora.
Despedirse para siempre, como haber sido arrastrado por un viento que despeina el todo de nuestra esencia hasta borrarnos, hasta no dejar más que un cascarón irreconocible.
La mejor despedida es aquella que nos damos, la que hace pensar en la muerte, en los viajes al extranjero, en los hospitales, en los sobornos, en los imprevistos de la vida; es la que excluye del pensamiento el auge de la vida, que va huyendo del reproche cobardemente y que se engrandece por vivirse en el incierto de las groserías y los amores; es la que puede odiarse y amarse; la que puede armarse por múltiples formas, inventándose acorde a los deseos de quien la busca incesante.