lunes, 5 de diciembre de 2011

Antepenúltima

                                              Luego de hoy, seguiremos siendo los mismos, esos que callan
                                               y que gritan en las calles donde nunca pasa nada, donde sólo
                                              están las sombras que queremos en los días que nos plazcan.

                                         

Reconozco a tu boca tan suave, empapada; a su tacto embravecido y hondo ahora que volvemos a nosotros de manera lenta, perdidos, tanteándonos con miedo a equivocarnos.
Nos vamos viajando, nos aterrizamos en los brazos, en las manos que se nos han llenado de polvo como si nos tuviésemos arrinconados en algún lugar de la vida, uno al que no lo toca nada hasta luego de mucho.
Nuestros dedos van haciendo un suave pulso tembloroso que nos dibuja la cara, enredándosenos en los cabellos, columpiándolos como queriendo dormirnos.
Te reconozco y hay nostalgias que van colgadas de las luces que quedan afuera, en las calles viejas que vimos antes de besarnos.
Reconozco a tus ojos en donde me veo; a tu mirada cansada cargada de cosas.
Tú tienes espejos que lloran y un imán que habla, un imán que ríe, un imán que besa largamente al encajarle mis ojos.
Yo voy amando a tu frente, a tu ojo cerrado, a tus pestañas, a tu labio cada que mi boca se estira para buscarlos.
Le llamo a tu lengua profunda que va matando y que revive de repente; a esa tu lengua dilatada, templada y abierta a lo incierto de los ritmos; a tu lengua que corre y que ahoga; a tu lengua  que también amo por este momento cercano a olvidarse.
Me llamas entre dientes como queriendo arrancarme de la cama, como queriendo arrepentirte de volver y arrepentirte de dejarnos, de dejarle al tiempo sobre postes de luz en avenidas tan distantes.
Nos amamos ahora como si el amor se tratara de un beso, de uno que dura lo que dura el hambre de dos bocas que se reencuentran… Mira, nosotros podemos amarnos por diez horas y despedirnos queriéndonos, adorándonos y nada más.
Tú y yo podemos amarnos y dejarnos sin lágrima, perdernos, arrebatarnos el uno del otro sin quejido porque sabemos irnos escondiendo mudamente y devolvernos en algún momento.

lunes, 7 de noviembre de 2011

La mejor despedida.

La mejor despedida es aquella que se queda muda, perdida entre las calles abarrotadas buscando manos y caras que no pretende encontrarse. La mejor despedida es aquella que no aparece nunca pero que se sabe que ha sido; que ha sido ya desde antes y que ha dejado un hueco, un extrañamiento, un eco eterno que invade cuerpos y mentes desorbitadas.
Despedirse de la mejor manera no es enfrentarse a un par de ojos que morirían de tristeza cuando dejasen de ver, ni es tampoco verle bailar a una boca que tiembla por ganas de un último beso.
Uno debe despedirse súbitamente, ser como un evento imprevisto, extraordinario y callado; un evento donde no interviene el causante más que para matarle a los encuentros desde muy lejos. Desaparecer, extinguirse, creerse hasta pensarse muerto para los otros. No desear una voz al teléfono ni más líneas mal escritas leídas por computadora.
Despedirse para siempre, como haber sido arrastrado por un viento que despeina el todo de nuestra esencia hasta borrarnos, hasta no dejar más que un cascarón irreconocible.
La mejor despedida es aquella que nos damos, la que hace pensar en la muerte, en los viajes al extranjero, en los hospitales, en los sobornos, en los imprevistos de la vida; es la que excluye del pensamiento el auge de la vida, que va huyendo del reproche cobardemente y que se engrandece por vivirse en el incierto de las groserías y los amores; es la que puede odiarse y amarse; la que puede armarse por múltiples formas, inventándose acorde a los deseos de quien la busca incesante.

lunes, 25 de julio de 2011

Encuentro.

No dejes que caiga tan fuerte en la pared de algún cuarto.

Enrosca tus brazos hasta que me alcancen por la espalda vuelta y media.

Cómeme la boca y el cuello y escupamos juntos el alcohol que nos bebimos.

Hirvamos hasta evaporarnos en un lienzo trazado por cuatro manos; en el beso de las bestias, las manos de Dios y la virgen; de Adán y Eva; en tu nombre y mi nombre que es siempre tuyo.

Déjame llevarte al umbral del templo vaciándote en besos de la frente a la boca; de la boca a tu cuello, a la boca de tu cuello; a tu pecho, a tu espíritu endemoniado, divinamente endemoniado; de tu pecho a tu hambre; de tu hambre a la mía.

Desgástame el alma, absórbele desde donde se convoca y te hace saber que vivo para morirme en tu cuerpo.

Lluéveme con el sudor de tu frente, gota a mi boca.

Nómbrame, tras el eco de los llantos, con voz de cuento.

A tu nombre a la tormenta, canción de dioses antiguos, le canto, te canto.

viernes, 15 de julio de 2011

Un día de todos.

Despertar ligeramente pesada. Las manos sobre la cara tratando de recordarle lo más mínimo a los sueños. Echarse boca abajo para caerle a la almohada con un grito que le hace eco a los hilos tibios. Pasar media hora de la mañana inventando figurillas en el techo bañado de rezos que nunca le llegan ni a Dios ni a los hombres.
Decidir andar, ir a la cocina para empacar las pastillas que van antes del desayuno y las que se toman por mero adormecimiento. Preparar el café y desayunar o no, lo que sea. Ver hacia afuera del cuerpo y sentir lo que no se ha sido. Ver a través de la ventana a los perros que aullaron toda la noche y a las señoras que despiden a los de casa mientras barren la calle con faldas largas. Fijar la vista en un punto que se vacía en lo que sale el sol. Beber café y quemarse los labios.
Fingir que se escriben letras siempre absurdas que jamás volverán a leerse. Entre buscar las canciones que le quedan a la escoba y al jabón. Llorar tendida en el piso de la sala con un perro que apenas juega con los dedos de los pies. Levantarse y suspirarse en el marco de la puerta. Adentrarse en un recuerdo que ensordece cualquier cosa.
Terminar los deberes que no son más que la ayuda del tiempo que se resbala por las piernas. Contestar el teléfono y decir sí, que se espera. Bañarse tan pausadamente sin dejar de ver las extremidades que buscan más allá que un cuerpo. Llegar al espejo que entiende y que manipula la lengua y que aparece a los fantasmas de la vida. Hablar y repetir la mentira de lo que se quiere. Vestir la sombra, pintar la nostalgia y esperar. Sentir cómo se ha pasado el día. Ver cómo las nubes cobijan.
Escuchar un carro fuera de casa. Salir a recibir a quien llega. Abrazar y no esperar nada. Contar uno, dos, tres días y reír y llorar mientras se bebe. Embriagarse hasta llorar pero de risa. Sentir que una carcajada extra habrá de desequilibrar la vida y seguir riendo. Quedar sola de repente, tan noche.
Encender un cigarro después de cuatro e ir a buscar la caja donde se guardan las hojas secas. Arderlas y saltar entre las letras de los nombres. Sentirse tan cerca del cielo, a la par de las luces de los que duermen. Gritar al aire fresco el humo que intentó tragarse. Bailar quedando estática y sentir que no hay nadie y estar sola en verdad.
Difuminar la idea estúpida de la felicidad y sentenciarse a lo que se opina mejor para quien tiene a la vida entre sus manos. Bajar y despedirse sin reproche y sin risa de cada lugar del segundo piso. Pensar qué ha sido lo mejor y saber que lo mejor pocas veces se ha tenido.
Contestarle a las paredes de la sala con ligeros golpes que cantan. Caminar hasta la cama y tenderse boca arriba. Desnudarse para las cobijas y quedar ahí, tan sola. Poner las manos en el pecho y cerrar los ojos. Imaginar una vida completa con nada. Borrar nombres en cuanto se escriben. Tener miedo de todo. Abrir los ojos y saber que estar muerta es el mejor castigo que se vive. Ahogar la cara como siempre a los seis mientras ella veía cómo era dormir.
Intentar dormir ahora sabiendo qué tan vacío se ha dejado todo rincón y no esperar llenar absolutamente nada. Despertar, hacer lo mismo cada día. Levantarse a sabiendas de que hace falta algo, de que algo no ha llegado nunca. Esperar cualquier cosa desesperadamente en silencio, perder la desesperanza con un vaso que se rellena de alcohol cada noche vaciada, enviciada.

domingo, 10 de abril de 2011

Brillo al alma

Échale brillo al alma que no vivirá siempre en tu pecho.
Si mi abuela viviera, me presentaría a cada hombre de ojos rasgados que meditara siquiera una vez por semana o mínimo, fuera una especie de católico en fuga, en fuga de todos sus pecados para confesarse a diario como ella.
Hasta hace unos meses, por vez primera, me atrajo un hombre oriental, el más bello éstos por sus marcas rojizas en los párpados. Debo decir que es el chino de los ojos más grandes, el de piel menos amarilla, de cabello brillante detrás de las orejas y, hasta ahora, el único que me ha notado. Mi madre quiere que pida su teléfono o le pregunte a su jefe qué días va a trabajar. Mi abuela quizá intuiría que es buen budista, se acordaría de su padre y correría a preguntarle el apellido para ver si no es el mismo de su familia.
Si nuestras raíces no fueron conservadas desde el comienzo, no me veo obligada a coserme los pies a otro con el que quizá, según el antepasado, me vaya bien. Y porque hasta ahora me ha ido tan mal, mi abuela me grita desde alguna roca donde reposa el enardecido fracaso que salta de mis manos.
A mí no me importa casi nada de los hombres, sólo la mirada que debe ser siempre extraordinaria y el caminar que me diga del sentir de éste, porque a eso me enseñaron desde chica: a saborearle el alma al que se deja sentir después de voltear, siempre pausado, aunque venga desde lejos.
Y me he fascinado con los hombres más bestiales; con los de poca alma y mucho corazón; con los que todo se les va extinguiendo y se quedan encerrados con lo poco que les queda y que siempre resulta lo menos indicado para los otros; de los más divinos aferrados; de los de gran alma y corazón débil; de los que se descuidan a sí mismos para entregar las manos llenas de besos.
Yo he perdido el don de darle al mundo un cacho de palabras, porque nada vale para el que lo destroza todo. Quizá valga más regalar los ojos por la ventana de un carro mientras el aire los seca, o intentar rechinar las suelas en cada mancha de chicle viejo mientras parece que los ancianos dormidos me halan la ropa y se carcome mi sombra pausada y el alma me viaja de los pies a la cabeza.
Yo he intentado darle al mundo un cacho de esencia y a una boca el alma entera. Quizá ella ahora llora sobre una roca sosteniendo en sus manos temblorosas el futuro de mi vida. Desgarrada porque el alma debe ser siempre mía y si no mía, debe ser de ella. Porque acá se trata de conservar, trabajar y limpiar el alma para que el otro le aprecie y se disponga a amarle, pero ¿qué hacerle cuando a ésta se le ha enseñado la obediencia del latido, regalarse a un corazón ajeno, único refugio al que se entrega al escaparse de mi cuerpo?

viernes, 18 de febrero de 2011

Ventana

Afuera llueve. Frente al fuego avainillado, colocándote los zapatos, tú.
Hicimos la tormenta, llamamos a los dioses más antiguos entre besos caníbales y tactos salados. Bajaste del cielo, del menguante de la luna recostado en ella, en su sonrisa de gato dormido, esa misma que hoy dibujas mientras el corazón se me escapa.
Dices el adiós. Nuestros cuerpos abrazados, vistos desde fuera en la ventana, sombras que se marcan en el suelo. Como la higuera.
Una melodía sin alas de gaviota; el café evaporado ya en los vientres.
Vuelven lluvias sin besos ni tu cuello.
Ello se me arrebata con la noche y el respiro último de los dedos.
Te regalo mis pupilas ya deshechas y los días nublados.


sábado, 12 de febrero de 2011

De las cosas pendientes.

El día se sucede ataviado porque hasta los sueños pesan más que las horas de vigilia. El sueño sabe a desamparo y se sabe que hubo algo de un rostro que se escondió tras de la gente, como huyendo de los ojos. Porque cuando uno se despierta y sabe que se pierden de poco a poco algunas cosas, las horas pasan lentas como arrastrándose por la ventana.
Se sueña con cosas que se nos quedaron pendientes en el día y se saldan, a veces,  entre tres o siete horas de sueño, dependiendo el día de la semana. Se sueña con gente de hace tres años, por ejemplo, a la que aun se le quiere tocar con los dedos el cabello mientras se ve la televisión, y esos momentos quedan presentes en los sueños de cada noche, como una ventana adicional a la escena y, por la mañana, se cree que se les ha tocado de nuevo.
El día pasa lento, espeso y endurecido mientras la gente habla desenfrenada, pidiendo informaciones que aun no se aprenden; el teléfono suena, la gente pregunta y se ven a lo lejos piernas sin rostros corriendo con el aire. Con la vista perdida y el cuerpo entumido moviéndose como un recordatorio punzante, la mente está en el espacio del aire, allá donde se ven los árboles más lejanos; donde lo lejano hace pobres a los colores y en donde se siente que la vista le dice al cuerpo que es tiempo de volar. Y vuela tan alto en el mismo sitio sin sentírsele a las manos ni a los pies apoyados, ignorando las caras por detrás de la barra, sin leer los títulos que pasan por las manos, intuyendo nombres que combinan con fotografías tristes e infantiles.
Se pierde piel en parpadeos, y los sueños y las cosas pendientes van acabando y hunden en el camino del vuelo. Porque se pierden cosas y se olvidan otras en el sabor o el tacto. Porque ni siquiera se vive tangible el sueño, ni el recuerdo del sueño o el recuerdo de lo saldado con los ojos cerrados, con el corazón en otra parte que no sea en las manos o en el mismo pecho palpitando al momento de decir palabra, y eso mata.
Se sueña con una boca, la más reciente y la más honda; con una ráfaga de insultos de bala; con bosques transformados en escuelas y balnearios; museos con gente de ropas negras y holgadas; animales que hablan y lloran; uno frente a un espejo con voces de otra casa; escaleras, sombras, bares distorsionados, otra ciudad, detrás de la pared de Europa, puertas que se abren sin cerrar… y se vive el día con otra cara porque la sombra de los sueños se va pegando por debajo de los ojos, haciéndolos profundos, haciendo a la piel todavía más reseca. Y las cosas se pierden y se olvidan. Tras párpados rojos con estrellas que bailan, regresan; tras la luz del techo, regresan; y se pierden por el día.